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80 aniversario de la derrota del nazi-fascismo: Cuestiones básicas para no perderse

Manuel González Mundo Obrero 

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“Si el judío, con la ayuda de sus creencias marxistas, triunfara los pueblos del mundo, su victoria haría sonar la campana de la muerte para la humanidad y nuestro planeta volvería a una era carente de vida humana, tal como existía hace millones de años”.(Adolf Hitler, Mein Kampf)

Estos días en que se conmemora el 80 aniversario de la derrota del nazismo hitleriano, y en los que son legión los que hurgan en los subsuelos del alma para intentar encontrar explicaciones ideales a la barbarie nazi, me parece oportuno recordar algunas cuestiones básicas del surgimiento del nazismo. Hitler llegó al poder a lomos de un discurso nacionalista de recuperación de la Alemania guillermina y su programa de expansión al Este (causa principal de la Primera Guerra Mundial). En su Plan General del Este, los nazis contemplaban la ocupación del territorio polaco y soviético y la eliminación de 31 millones de sus habitantes considerados “racialmente indeseables”, incluidos entre cinco y seis millones de judíos (el 90% de la población judía mundial vivía en Polonia, Bielorrusia, Ucrania y Rusia. El capítulo 14 del Mein Kampf establecía que la supervivencia de Alemania pasaba por apoderarse de los territorios del Este.

El reverso de la recuperación de la grandeza alemana (“Alemania Great Again” podría haber sido su eslogan) era el señalamiento de los responsables de la derrota alemana en la Primera Guerra Mundial. Curiosamente, los culpables no eran los franceses, ni los Ingleses ni los estadounidenses, sino los judeobolcheviques. En el discurso nazi los comunistas, es decir, los judíos, eran culpables de la derrota por haberse levantado en noviembre de 1918 contra la monarquía guillermina. En realidad era un bulo tan burdo como el del ETA y el 11-M, puesto que Guillermo II y sus generales ya habían asumido la derrota y acordado un armisticio con Inglaterra, Francia y Estados Unidos. Pero esta falsa explicación le vino de perlas al establishment militar y conservador alemán para no tener que rendir cuentas de los millones de jóvenes alemanes que había llevado al matadero, y durante toda la década de los veinte los medios conservadores martillearon con esta idea en la que los judeocomunistas eran presentados como los responsables de la derrota y todos los males asociados a ella. La publicación en 1922 de El protocolo de los sabios de Sion de la mano de alguien tan respetable como el magnate estadounidense Henry Ford supuso un balón impagable en la legitimación de semejante bulo. El discurso antijudío tenía la ventaja de apelar a la xenofobia ambiental que había contra la emigración de judíos polacos, judíos pobres en su inmensa mayoría, a diferencia de los judíos alemanes, acomodados en idéntica medida. De esta forma, a la imagen delirante de los judíos conspiradores que habían tomado el poder en Rusia, que habían provocado la derrota alemana y que iban a dominar el mundo, se unía la de los judíos inmigrantes que le quitaban el trabajo a los parados alemanes en un contexto de crisis brutal como la que vivió Alemania de 1929 a 1932 (Hitler asume el poder el 30 de enero de 1933, cuando la crisis ya está declinando).

Es una pena que no se recuerden las cuestiones básicas del ascenso del nazismo a lomos de un anticomunismo que encandiló a las oligarquías europea y estadounidense, que le apoyaron hasta que a finales de agosto de 1939, en vez de atacar a la URSS (tal y como pronosticaban todas las quinielas) firmó el acuerdo de no agresión y atacó Polonia, como primer paso que le llevaría a poner a sus órdenes a toda Europa. Tendría que ser el Ejército Rojo y el sacrificio del pueblo soviético el que, afortunadamente, pusiese fin al dominio nazi.


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